lunes, 15 de julio de 2013


El Caballero Cristiano


de Manuel García Morente

(Extractos)

 
Simbolización del estilo español

Pienso que todo el espíritu y todo el estilo de la nación española pueden condensarse y a la vez concretarse en un tipo humano ideal, aspiración secreta y profunda de las almas españolas, el caballero cristiano. El caballero cristiano expresa en la breve síntesis de sus dos denominaciones el conjunto o el extracto último de los ideales hispánicos. Caballerosidad y cristiandad en fusión perfecta.
 
Vamos, pues, a intentar un análisis psicológico del caballero cristiano, de ese ser irreal, que nadie ha sido, es, ni será, pero que -sépanlo o no- todos los españoles quisieran ser. Vamos a intentar describir a grandes rasgos la figura del caballero cristiano, como representación, símbolo o imagen del estilo español, de la hispanidad.

Grandeza contra mezquindad

Grandeza es el sentimiento de la personal valía; es el acto por el cual damos un valor superior a lo que somos sobre lo que tenemos. Mezquindad es justo lo contrario, esto es, el acto por el cual preferimos lo que tenemos a lo que somos. El caballero cristiano cultiva la grandeza, porque desprecia las cosas, incluso las suyas, las que él posee. Pone siempre su ser por encima de su haber. Se confiere a sí mismo un valor infinito y eterno. En cambio no concede valor ninguno a las cosas que tiene. Vale uno por lo que es y no por lo que posee.
 
Antes, pues, consentirá el caballero cristiano sufrir toda clase de penurias y de pobrezas y verse privado de toda cosa, que rebajar su ser con el gesto vil, innoble, de la mezquindad, que es adulación a las cosas materiales. El adulador atribuye falsamente al adulado valores y modalidades que éste no tiene; de igual modo el mezquino supone falsamente en las cosas materiales valores que éstas no poseen. El caballero cristiano no adula ni a las personas ni a las cosas. Su grandeza le protege de cualquier mezquindad. Prefiere padecer toda escasez y sufrir trabajos que doblegar la conciencia que de sí mismo tiene.
 
La sobriedad de las formas personales, la generosidad, el desprecio impresionante con que trata las cosas materiales; la sencillez sublime con que se despoja de todo; la disposición tranquila al sacrificio de todo bien material; he aquí algunas de las consecuencias prácticas de esa condición que hemos llamado grandeza. El alma española no puede nunca conceder a lo material más valor que el de un simple medio para realzar y engarzar el valor supremo de la persona.

Arrojo contra timidez

Otra consecuencia del «ser» caballeresco es la preferencia del arrojo a la timidez o de la valentía al apocamiento. El caballero cristiano es esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más que ante Dios y ante sí mismo. Pero ¿qué sentido tiene esta valentía? O dicho de otro modo: ¿por qué no conoce el miedo el caballero cristiano?
 
Lo característico, a mi juicio, de la intrepidez es, en términos generales, su carácter espiritualista o ideológico, o también podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser valiente -o por lo menos dar la impresión de la valentía- de dos maneras: por una especie de embotamiento del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o por un predominio decisivo de ciertas convicciones ideales. En el primer caso situaríamos la valentía de los primitivos, de los hombres toscos, rudos, endurecidos, encallecidos física y psíquicamente; En el segundo caso situaríamos la valentía de los que van a la lucha y a la muerte sostenidos por una idea, una convicción, la adhesión a una causa. Estos saben bien lo que sacrifican; pero saben también por qué lo sacrifican. Tipo supremo: los mártires. Sin duda alguna este segundo modo de la valentía es la que merece más propiamente el nombre de humana. Depende exclusivamente del poder que la idea -la convicción- ejerza sobre la voluntad -la resolución.
Ahora bien, una de las características esenciales del caballero cristiano es la tenacidad y eficacia de las convicciones. Precisamente porque el caballero no toma sus normas fuera, sino dentro de sí mismo, en su propia conciencia individual, son esas normas acicates eficacísimos y tenaces, es decir capaces de levantar el corazón por encima de todo obstáculo. La valentía del caballero cristiano deriva de la profundidad de sus convicciones y de la superioridad inquebrantable en su propia esencia y valía. De nadie espera y de nadie teme nada el caballero, que cifra toda su vida en Dios y en sí mismo, es decir en su propio esfuerzo personal. Escaso y escueto, o abundante y rico en matices, el ideario del caballero tiene la suprema virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar íntimamente incorporado a la personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo y sustentador de la intrépida acción.
 
El caballero no conoce la indecisión, la vacilación típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas atropelladas, de pseudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija. El hombre moderno anda por la vida como náufrago; va buscando asidero de leño en leño, de teoría en teoría. Pero como en ninguna de esas teorías cree de veras, resulta siempre víctima de la última ilusión y traidor a la penúltima. El caballero, en cambio, cree en lo que piensa y piensa lo que cree. Su vida avanza con rumbo fijo, neto y claro, sostenida por una tranquila certidumbre y seguridad, por un ánimo impávido y sereno, que ni el evidente e inminente fracaso es capaz de quebrantar.
 
Esa seguridad en sí mismo del caballero cristiano es por una parte sumisión al destino y por otra parte desprecio de la muerte. Ahora bien, la sumisión del caballero a su destino no debe entenderse como fatalismo. Ni su desprecio de la muerte como abatimiento. esa sumisión al destino no se basa en una idea fatalista o determinista del universo, sino que, por el contrario, se funda en la idea opuesta, en la idea de que el destino personal es obra personal, es decir, congruente con el ser o esencia de la persona, que «hace» su propio destino. Cada caballero se forja su propia vida; pero no una vida cualquiera , sino la que está en lo profundo de su voluntad, es decir, de su índole personal. Y de su congruencia entre lo que cada cual es y lo que cada cual hace, o entre la índole personal y los hechos de la vida, responde en el fondo la Providencia, Dios eterno, juez universal e infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del caballero cristiano es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la voluntad de Dios.

El desprecio a la muerte tampoco precede ni de fatalismo ni de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve vida del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿Cómo va a conceder valor a la vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella un lugar de esfuerzo, un seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho sólo para prueba de la santificación creciente? Así la fe religiosa del caballero cristiano, compenetrada estrechamente con su personal fe y confianza en sí mismo, es la que sirve de base a la virtud de la valentía o del arrojo.

Altivez contra servilismo
 
La combinación de la confianza en sí mismo con la grandeza y el arrojo dan de sí, inevitablemente, la altivez y casi diríamos el orgullo. En esta cualidad el caballero cristiano peca un tanto por exceso. El caballero cristiano, huyendo del servilismo, incide gustoso en la altivez.

Más pálpito que cálculo
 
Este tipo de hombre, que se precia de llevar dentro de sí el guía certero de su vida por el mundo, ha de tomar sus resoluciones más por obediencia a los dictados misteriosos de esa voz interna, que por estudio prudente de las probabilidades. El caballero es hombre de pálpitos más que de cálculos. ¿Imagináis a los conquistadores calculando y computando sabiamente las posibilidades de conquistar Méjico o el Perú? Si tal hubiesen hecho no habrían acometido jamás la empresa, porque el número de probabilidades de fracasar era tan grande y el de triunfar tan ridículamente pequeño, que un cálculo somero bastara para hacerles abandonar el propósito. Pero el caballero cristiano no echa semejantes cuentas; no se pregunta si es fácil, si es difícil y ni aun siquiera si es posible la empresa que tiene ante los ojos. Bástale con que su corazón le mande ejecutarla, para que la acometa, sin detener ni contener su ánimo en el estudio exacto de las probabilidades. Sin duda el caballero fracasa y fenece muchas veces. Pero muchas veces también triunfa por ventura y casi por milagro; y si no fuese por ese arrojo increíble y esa obediencia ciega a los dictados del corazón, la historia no registraría entre sus páginas muchas de las más estupendas hazañas que el género humano ha llevado a cabo.

Personalidad

Todas estas cualidades del caballero van, en resumidas cuentas, a parar a una característica fundamental: la afirmación enérgica de la personalidad individual. El caballero español se siente vivir con fuerza; se sabe a sí mismo existiendo como un poder de acción y de creación. El caballero es regularmente una personalidad fuerte. No cede, no se doblega, no se somete. Afirma su yo con orgullo, con altivez, con tesón; a veces con testarudez. Pero siempre con nobleza. Es un carácter enérgico, violento y tenaz; pero noble y generoso. Y así como cultiva en sí mismo las virtudes de la resistencia y de la dureza, así también las admira en los demás. Acaso sea la única cosa ajena que él admira.

Culto al honor
 
Esa estimación superior que el caballero cristiano concede a su personalidad individual encuentra su expresión y manifestación extrema en el culto del honor. El caballero cristiano cultiva con amoroso cuidado su honra. ¡Como que la honra es propiamente el reconocimiento en forma exterior y visible de la valía individual interior e invisible! El honrado es el que recibe honores, esto es, signos exteriores que reconocen y manifiestan el valor interno de su persona.
 
Fácil es comprender que la psicología propia del caballero cristiano, su profunda confianza y fe en sí mismo, han de llevarle a consagrar al honor, a la honra, un culto singularmente intenso y profundo. En el caballero el sentimiento del honor se manifiesta de dos maneras complementarias: primero como exigencia de los honores que le son debidos, de los respetos máximos a su persona y función; y segundo, como extraordinario cuidado de mantener ocultas a todo el mundo las flaquezas, las máculas que pueda haber en su ser y conducta.

Idea de la muerte

En la idea que el caballero cristiano tiene de la muerte puede condensarse el conjunto de su psicología y actitud ante la vida. Porque una de las cosas que más y mejor definen a los hombres es su relación con la muerte. El animal difiere esencialmente del hombre en que nada sabe de la muerte. Ahora bien, las concepciones que el hombre se ha formado de la muerte pueden reducirse a dos tipos: aquellas para las cuales la muerte es término o fin, y aquellas para las cuales la muerte es comienzo o principio. Hay hombres que consideran la muerte como la terminación de la vida. Para esos hombres, la vida es esta vida, que ellos ahora viven y de la cual tienen una intuición inmediata, plena e inequívoca. La muerte no es, pues, sino la negación de esa realidad inmediata. ¿Qué hay allende la muerte? Ni lo saben, ni quieren saberlo; no hay probablemente nada, según ellos; y sobre todo, no vale la pena cavilar sobre lo que haya, puesto que es imposible de todo punto averiguarlo.

El otro grupo de hombres, en cambio, ven en la muerte un comienzo, la iniciación de una vida más verdaderamente vida, la vida eterna. La muerte, para éstos, no cierra, sino que abre. No es negación, sino afirmación, y el momento en que empiezan a cumplirse todas las esperanzas. El caballero cristiano, porque es cristiano y porque es caballero, está resueltamente adscripto a este segundo grupo, al de los hombres que conciben la muerte como aurora y no como ocaso. Mas ¿qué consecuencias se derivan de esta concepción de la muerte? En primer lugar, una concepción correspondiente y pareja de la vida. Porque es claro que, para quien la muerte sea el término y fin de la vida, habrá de ser la vida algo supremamente positivo, lo más positivo que existe y el máximo valor de cuantos valores hay reales. En cambio, el hombre que en la muerte vea el comienzo de la vida eterna, de la verdadera vida, tendrá que considerar esta vida humana terrestre -la vida que la muerte suprime- como un mero tránsito o paso o preparación efímera para la otra vida decisiva y eterna. Tendrá, pues, esta vida, un valor subalterno, subordinado, condicionado, inferior. Y así, los primeros se dispondrán a hacer su estada en la vida lo más sabrosa, gustosa y perfecta posible; mientras que los segundos estarán principalmente gobernados por la idea de hacer converger todo en la vida hacia la otra vida, hacia la vida eterna.

Para el caballero cristiano, la vida no es sino la preparación de la muerte, el corredor estrecho que conduce a la vida eterna, un simple tránsito, cuanto más breve mejor, hacia el portalón que se abre sobre el infinito y la eternidad. El «muero porque no muero» de Santa Teresa expresa perfectamente este sentimiento de la vida imperfecta. En cambio, hay colectividades humanas que han propendido y propenden más bien a hacerse una idea positiva de la vida terrestre. Ven la vida como algo estante, duradero -aunque no perdurable-, que merece toda nuestra atención y todos nuestros cuidados. Estos pueblos, que saben paladear la «douceur de vivre», cuidan bien de aderezar y realzar las formas diversas de nuestra vida terrenal; aplican su espíritu y su esfuerzo a cultivar la vida, convierten, por ejemplo, la comida en un arte, el comercio humano en un sistema de refinados deleites y la hondura santa del amor en una complicada red de sutilezas delicadas. Son gentes que aman la vida por sí misma y le dan un valor en sí misma, y la visten, la peinan, la perfuman, la engalanan, la envuelven en músicas y en retóricas, la sublimizan; en suma, le tributan el culto supremo que se tributa a un valor supremo.

Pero el caballero cristiano siente en el fondo de su alma asco y desdén por toda esta adoración de la vida. El caballero cristiano ofrenda su vida a algo muy superior, a algo que justamente empieza cuando la vida acaba y cuando la muerte abre las doradas puertas del infinito y de la eternidad. La vida del caballero cristiano no vale la pena de que se la acicale, vista y perfume. No vale nada; o vale sólo en tanto en cuanto que se pone al servicio del valor eterno. Es fatiga y labor y pelear duro y sufrimiento paciente y esperanza anhelosa. El caballero quiere para sí todos los trabajos en esta vida; justamente porque esta vida no es lugar de estar, sino tránsito a la eternidad.

Y así, la concepción de la muerte como acceso a la vida eterna descalifica o desvaloriza, para el caballero cristiano, esta vida terrestre, y la reduce a mero paso o tránsito, harto largo, ¡ay!, para nuestros anhelos de eternidad. Y esta manera de considerar la muerte y la vida viene a dar la razón, en último término, de las particularidades que ya hemos enumerado en el carácter del caballero español. En efecto, un tránsito o paso no vale por sí mismo, sino sólo por aquello a que da acceso. Así, la vida del caballero no vale por sí misma, sino por el fin ideal a cuyo servicio el caballero ha puesto su brazo de paladín. Así, el caballero despreciará como mezquina toda adhesión a las cosas y cultivará en sí mismo la grandeza, o sea la conciencia de su dedicación a una gran obra. Así, el caballero será valiente y arrojado; lejos de temer a la muerte, la aceptará con alegría, porque ve en ella el ingreso en la vida eterna. El caballero no será servil y, antes, pecará por exceso de orgullo que por excesiva humildad; y en la vida, nada, sino su ideal eterno, le parecerá digno de aprecio. El caballero vivirá sustentado en su fe más bien que en los cómputos de la razón y de la experiencia en esta vida. Afirmará su personalidad ideal, la que ha de vivir en lo eterno, ocultando pudorosamente y con vergüenza la individualidad real, manchada por el pecado, que sería deshonroso exhibir. En suma, el caballero cristiano extrae la serie toda de sus virtudes -y defectos- de su concepción de la muerte y de la vida. Porque subordina toda la vida a lo que empieza después de la muerte.

Religiosidad del caballero

No es posible poner término a esta conferencia sin intentar -aunque sea superficialmente- caracterizar en sus grandes rasgos la religiosidad peculiar del caballero cristiano. Porque el caballero cristiano es esencialmente religioso. Lo es de modo tan profundo y auténtico, que, en efecto, el serlo constituye una de sus características radicales, y resulta imposible separar y discernir en él la religiosidad y la caballerosidad.

El caballero español fía fundamentalmente en Dios. Por eso es paladín de grandes causas; por eso menosprecia la mezquindad y cultiva la grandeza; por eso antepone el arrojo a la timidez y la resolución heroica a la lenta ejecución prudente; por eso, en suma, quiere en todo momento hacer él la vida y la historia, en vez de ser hecho por la vida y por la historia. Frente al fatalismo oriental o al determinismo racionalista, el caballero opone su propio poderío ejecutivo, pero fundado sobre la confianza omnímoda en la asistencia de Dios.

Impaciencia de eternidad

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el caballero cristiano siente en su alma un anhelo tan ardoroso de eternidad, que no puede ni esperar siquiera el término de la breve vida humana; y «muere porque no muere». Quisiera estar ya mismo en la gloria eterna; y si no fuera pecado mortal, poco le faltaría para suicidarse. Ahora bien, esta premura le conduce a una consideración de los hechos y de las cosas, que es bien típica y característica de su modo de ser. Consiste en poner cada acto y cada cosa en relación inmediata y directa con Dios. Otros tipos humanos consideran y determinan cada cosa y cada acto en relación con la cosa siguiente y el acto siguiente. Construyen así una curva de la vida, una especie de parábola, en donde los hechos y momentos se integran, formando un conjunto singular, personal, individual, la vida histórica de un hombre.

El caballero español, que tiene mucha prisa por estar en Dios y con Dios y siente insaciable afán de eternidad y quiere la eternidad ya mismo, ahora mismo, No colocará los actos y las cosas en relación con los siguientes, para tenderlos a lo largo del tiempo en una curva plástica o estética, sino que querrá poner cada acto y cada cosa en relación directa e inmediata con Dios mismo; querrá «santificar» su vida santificando uno por uno cada acto de su vida; querrá vivir cada momento «como si» ya perteneciese a la eternidad misma; querrá «consagrar» a Dios cada instante por separado, precisamente para descoyuntarlo de todo sentido y relación humanos y henchirlo, desde ahora mismo, de eternidad divina.

Para satisfacer esta su impaciencia de la eternidad, el caballero español necesita, empero, abolir toda distancia entre el ser temporal y el ser eterno. Necesita unir indisolublemente su vida personal con Dios. Y esto, de dos maneras complementarias: viendo, percibiendo, descubriendo a Dios en cada uno de los momentos y hechos de su vida terrestre; y, por otra parte, encumbrando hasta Dios, hasta la eternidad de Dios, cada uno de esos momentos y hechos. ¡Doble movimiento del misticismo hispánico, que descubre al Señor en los «cacharros» y sabe elevar hasta Dios los repliegues más humildes de la realidad humana! Así, más o menos vagamente, la conciencia religiosa del caballero concibe la gloria eterna no tanto como una recompensa que ha de merecer, sino más bien como un «estado» del alma, al cual desde ya mismo puede por lo menos aspirar. Al «muero porque no muero» hay que añadir el «no me mueve mi Dios para quererte». La vida terrestre se le aparece al caballero como una especie de anticipación de la gloria eterna; o mejor dicho: el caballero se esfuerza por impregnar él mismo de gloria eterna su actual vida terrestre -tal y tanta es la premura, la impaciencia que siente por estar con Dios-. A diferencia de otras almas humanas, que aspiran a lo infinito por el lento camino de lo finito, el caballero cristiano español anhela colocarse de un salto en el seno mismo de la infinita esencia.

Y si meditáis, señoras y señores, esta condición espiritual del sentimiento religioso español, fácilmente encontraréis en ella la raíz más profunda de todas las demás propiedades que hemos señalado en el caballero cristiano, o, lo que es lo mismo, en el estilo español. Porque es cristiano, y porque lo es con ese dejo o rasgo profundo que llama impaciencia de la eternidad, es por lo que el hispánico es caballero y todo lo demás. Dijérase un desterrado del cielo, que, anhelando la infinita beatitud divina, quisiera divinizar la tierra misma y todo en ella; un desterrado del cielo, que, sabiendo inmediatamente próximo su ingreso en el seno de Dios, renuncia a organizar terrenalmente esta vida humana y se desvive por anticipar en ella los deliquios celestiales. La impaciencia de la eternidad, he aquí la última raíz de la actitud hispánica ante la vida y el mundo. Mientras prepondere entre los hombres el espíritu racionalista de organización terrestre y el apego a las limitaciones; mientras los hombres estén de lleno entregados a los menesteres de la tierra y aplacen para un futuro infinitamente lejano la participación en el ser absoluto, la hispanidad desde luego habrá de sentirse al margen del tiempo, lejos de esos hombres, de ese mundo y de ese momento histórico. Pero cuando, por el contrario, el soplo de lo divino reavive en las almas las ascuas de la caridad, de la esperanza y de la fe; cuando de nuevo los hombres sientan inaplazable la necesidad de vivir no para ésta sino para la otra vida, y sean capaces de intuir en esta vida misma los ámbitos de la eternidad, entonces habrá sonado la hora de España otra vez en el reloj de la historia; entonces, la hispanidad asumirá otra vez la representación suprema del hombre en este mundo, y sacará de sus inagotables virtualidades formas inéditas para dar nueva expresión a los inefables afanes del ser humano.

 
FIN