domingo, 30 de agosto de 2009

Notable hecho de armas en Noyon


Froissart nos cuenta otro interesante episodio de la Guerra de los Cien Años.


En el transcurso de una expedición liderada por Sir Robert Knolles el ejército inglés se acerca a Noyon, pero descubre que es demasiado fuerte como para atacarla.

Hubo un caballero escocés en el ejército de los ingleses, que llevó a cabo un muy galante hecho de armas. Abandonó a sus tropas, montado en su corcel, con su lanza en ristre y seguido sólo por su paje; picó espuelas y en seguida estuvo sobre la colina y junto a la empalizada defensiva [de la ciudad]. El nombre de este caballero era Sir John Assueton, un hombre muy valiente y hábil, en perfecto dominio de su profesión.

Al llegar a las defensas de Noyon desmontó, y entregando su caballo a su paje, le dijo, “No te muevas de este lugar”. Entonces, tomando su lanza, avanzó hacia la barrera y saltó sobre ella.
Había en el interior algunos buenos caballeros de ese país, como sir John de Roye, sir Lancelot de Lorris, y otros diez o doce, que estaban atónitos por esta acción y se preguntaban qué ocurriría a continuación; no obstante ello, lo recibieron bien. El caballero escocés, dirigiéndose a ellos, les dijo; “Caballeros, he venido a visitaros: puesto que no os dignáis a salir de detrás de vuestras barricadas, he decidido venir yo. Deseo probar mi caballería contra la vuestra, así que vencedme si podéis.”

Luego de esto, muchos buenos golpes dio él con su lanza, que los otros devolvieron galantemente. Hirió a uno o dos de aquellos caballeros, y tenían todos tanto placer en este combate que frecuentemente su olvidaban de si mismos. Los habitantes de la ciudad observaban maravillados por encima de las puertas y desde arriba de los muros. Podrían haberle hecho mucho daño con sus flechas si hubiesen querido, pero los caballeros franceses lo habían prohibido.

En medio de este lance, el paje se acercó a la empalizada, montado en el corcel, y hablando en alta voz, dijo al caballero en su propio lenguaje, “Mi señor, será mejor que volváis, ya es tiempo y el ejército se ha puesto en marcha”. Sir John, habiéndolo escuchado, se dispuso a seguir su consejo; así que, luego de descargar dos o tres golpes más para abrirse camino, y sosteniendo firmemente su lanza, saltó sobre las barreras sin sufrir el menor daño y, armado como estaba, subió de un salto al caballo, detrás del paje. Cuando hubo así montado, dijo a los franceses, “
Adieu, caballeros, muchas gracias a todos”, y espoleando su cabalgadura, pronto se reunió con sus compañeros. Este hecho galante de sir John Assueton fue altamente elogiado por toda clase de personas.



Crónicas de Froissart
Libro I, cap. 285


Editadas por Steve Muhlberger, Nipissing Universtity


jueves, 27 de agosto de 2009

En esta breve crónica de un hecho de armas de los tantos que tuvieron lugar en la llamada "Guerra de los Cien Años" entre los reyes de Francia e Inglaterra, no sólo podemos observar las características que adoptaban los enfrentamientos armados en aquellos días, el uso del arco, las tácticas, el rol de los combatientes montados, sino también un atisbo de esa ética tan especial que parece ir unida a la idea de caballería: sir Godfrey de Harcourt, informado por sus exploradores de la posición del enemigo y de su número (importante, para los usos de aquel tiempo), pasa por alto este último dato y declara que, puesto que su adversario ha venido y está avanzando hacia él, lo atacará sin importar qué tan numeroso sea. Luego, se lanza a la batalla y la libra del mejor modo posible, avanzando y retrocediendo, maniobrando y conduciendo a sus hombres con habilidad, no de una manera ciega o impulsiva. La decisión de librar el combate sin que importe la envergadura del oponente, lejos de ser causada por la ineptitud para el comando, sólo expresa, al parecer, la convicción de sir Godfrey de que debe pelear "porque corresponde", no porque el cálculo le indica que puede vencer. Asimismo, una vez derrotado su ejército y con la perspectiva segura de una inminente captura, afirma que prefiere morir antes que ser un prisionero vencido y, rodeado de enemigos, se afirma sobre el suelo y blandiendo el hacha, lucha hasta ser muerto. Luchar porque es lo correcto, no huir ante el enemigo, y preferir la muerte con honor antes que la vida con la derrota, nos muestran que, ciertamente, cuando hablamos de un caballero (de uno auténtico), no estamos hablando de un simple matador profesional. Sin duda hay algo más

miércoles, 26 de agosto de 2009



El que sigue es un relato de la batalla de Coutantin, que podemos encontrar en las Crónicas del autor medieval Froissart:




Luego de la batalla de Poitiers, y la captura del rey Juan de Francia, hubo confusión política en Francia, muy explotada por los ingleses y los seguidores del rey de Navarra, aliado de los ingleses. Un comandante anglo-navarro, Godfrey de Harcourt, causó tantos problemas en Normandía que una reunión de los tres Estados franceses –lo que en Inglaterra se llamaría un “parlamento”- envió contra él a Raoul de Reyneval. Este fue el resultado.




“Cuando sir Godfrey de Harcourt, quien era fuerte, atrevido y valiente, oyó que los franceses venían a la ciudad de Coutances, reunió tantos hombres de armas como pudo, arqueros y otros amigos, y afirmó que iría a su encuentro. Abandonó, por lo tanto, St. Sauveur le Vicomte, acompañado por unos setecientos hombres en total.

Ese mismo día también partieron los franceses, y enviaron por delante a varios exploradores para examinar el territorio, los cuales retornaron e informaron a sus señores que habían visto a los navarros. Por otro lado, sir Godfrey había enviado a sus propios exploradores, los que tomaron un camino diferente y examinaron el ejército francés y contaron sus banderas y pendones, y vieron a qué cantidad alcanzaban (en total sumaban trescientas lanzas y quinientos con armadura de hierro). Sir Godfrey, sin embargo, prestó poca atención a esta información: dijo que, dado que veía a sus enemigos, lucharía contra ellos. Inmediatamente ubicó a sus arqueros en frente de sus hombres, y dispuso en orden de batalla a los ingleses y a los navarros.

Cuando lord Raoul de Reyneval percibió que había formado a sus hombres, ordenó a parte de los franceses desmontar, y colocar grandes escudos frente a ellos para protegerse contra las flechas, y que nadie avanzara sin que se le ordenara..

Los arqueros de Sir Godfrey comenzaron a avanzar, tal como se les había ordenado, y a arrojar sus flechas con toda su fuerza. Los franceses, refugiados detrás de sus escudos, les permitieron disparar, ya que este ataque no los perjudicaba en lo más mínimo. Permanecieron tanto tiempo en sus posiciones sin moverse, que los arqueros atacantes gastaron todas sus flechas, no podían abandonar sus arcos y comenzaron a replegarse hacia donde estaba su caballería, que se encontraba ubicada a lo largo de una cerca, con Sir Godfrey al frente, con su bandera desplegada.

Los franceses empezaron entonces a usar sus arcos, y recogían flechas por todas partes, ya que había abundancia de ellas desperdigadas por el terreno, y las usaron contra los ingleses y los hombres de Navarra. Los hombres montados ejecutaron también entonces una vigorosa carga y el combate fue muy duro y severo, cuando entraron en combate cuerpo a cuerpo, y la infantería de Sir Godfrey no pudo mantener las filas, siendo por lo tanto derrotados pronto.


Sir Godfrey, ante esto, se retiró hasta unos viñedos que estaban defendidos por un fuerte cercado, junto con tantos de su gente como pudieron seguirlo. Cuando los franceses vieron esto, todos desmontaron y rodearon el lugar, y consideraron la mejor forma de entrar en él. Lo examinaron por todos sus lados y finalmente hallaron una entrada. Mientras ellos se dirigían hacia ese sitio, Sir Godfrey y sus hombres hicieron los mismo, deteniéndose en el lugar más débil de la cerca.

Tan pronto como los franceses ganaron la entrada, muchos galantes hechos de armas tuvieron lugar, pero caro les costó a los franceses adueñarse por completo de ella. La bandera de Sir Raoul fue la primera en ingresar. Él la siguió y tal hicieron otros caballeros y escuderos. Cuando todos estuvieron dentro del cercado, el combate recomenzó con renovado vigor, y muchos cayeron. El ejército de Sir Godfrey no pudo cumplir con lo que se le ordenó, de acuerdo con la promesa hecha a él, en cambio, la mayor parte huyó, sin poder resistir a los franceses.

Sir Godfrey, viendo esto, declaró que prefería la muerte antes que ser capturado, y tomando un hacha de guerra, se plantó donde estaba, colocó un pie delante del otro, para afirmarse, dado que era rengo de una pierna, aunque sus brazos eran muy fuertes. En esta posición, luchó largo tiempo muy valientemente, como que pocos se atrevían a enfrentar sus golpes; entonces dos franceses, montados en sus caballos, y con sus lanzas en ristre, cargaron contra él al mismo tiempo, derribándolo en tierra: algunos hombres de armas inmediatamente se abalanzaron sobre él con sus espadas, las que clavaron en su cuerpo, dándole muerte en el acto. La mayor parte de sus hombres fueron muertos o tomados prisioneros, y dos que pudieron escapar regresaron a St. Sauveur le Vicomte. Esto sucedió en el invierno de 1356, cerca de Martinmas. [Nov. 11]”


Crónicas de Froissart

Editadas por Steve Muhlberger, Nipissing Universtity





Esta escena, como tantas otras de parecido tenor, coloridas y violentas, que han sido relatadas incontables veces en mil y un relatos a través de los siglos, representa posiblemente una de las imágenes más frecuentemente asociadas en la imaginación común de nuestra cultura a la idea de caballeros y caballería. Las armaduras relucientes, los grandes caballos de guerra, lanzados uno contra otro, guiados por sus valientes jinetes revestidos de acero y vistosamente empenachados, con las lanzas en ristre, sedientas de sangre y de gloria, componen una visión que ha hecho brillar los ojos de más de un joven (y no tanto) por más de quinientos años.
Pero no solamente esas falsas batallas (aunque sangrientas y a menudo mortales) que eran los torneos, sino las auténticas batallas, donde el juego de la guerra servía al juego mayor (y más peligroso) de la política, evocan en nuestra memoria la estampa legendaria y antigua de los caballeros de brillante armadura.









Podemos leer, en una célebre novela de caballería escrita en el siglo XIX, los siguientes fragmentos, que describen un torneo medieval:




“Magnífico era el aspecto que la palestra ofrecía en aquel momento; las galerías estaban ocupadas por las familias más ricas, más nobles y más poderosas, y por las damas más bellas del norte y del centro de Inglaterra. El contraste de las galas de estos ilustres espectadores presentaba un conjunto tan alegre como espléndido. El espacio interior y más bajo, ocupado por labradores ricos y de honrados pueblerinos, que vestían con más sencillez, formaba una especie de guarnición de colores opacos alrededor de aquel círculo brillante, realzando su lucimiento y esplendor.
Los heraldos habían terminado su proclamación con el acostumbrado grito: `¡Largueza, largueza, valientes caballeros!´; y al punto se desprendió de las galerías una lluvia de monedas de oro y plata, porque según los usos de aquellos tiempos, era gala entre los caballeros mostrarse generosos y liberales con aquellos empleados, que al mismo tiempo eran los secretarios y los cronistas del honor.
Esta prodigalidad fue contestada por los heraldos con aclamaciones: `¡Amor a las damas, honor a los generosos, gloria a los valientes!´; a los cuales se unieron los aplausos de la muchedumbre y los ecos de los instrumentos musicales.
Terminado que hubo este ruido, se retiraron los heraldos del palenque en alegre y vistosa procesión, y sólo quedaron en él los maestres de campo armados de punta en blanco y a caballo, inmóviles como estatuas y situados en los puntos extremos de la palestra. Al mismo tiempo, el espacio de la extremidad del norte, aunque ancho, estaba por completo ocupado por los caballeros que deseaban medir sus fuerzas con los mantenedores; y vistos desde las galerías, parecían un mar de ondeantes plumas, refulgentes yelmos, altas lanzas con brillantes pendones, los cuales, impulsados por el viento, unían su trémula agitación a la de los penachos, formando una escena animadísima y lucida.
Las barreras fueron por fin abiertas, y los cinco caballeros a quienes había caído en suerte entraron lentamente en la plaza. Abría la marcha uno, y los demás lo seguían de dos en dos. Todos ellos estaban magníficamente armados (…)”




(Ivanhoe, Walter Scott, capítulo VIII, pág. 77 – 78)





“(…) los campeones hicieron por fin su entrada en la palestra, refrenando a sus briosos caballos, obligándolos a moverse pausada y graciosamente y ostentando así la destreza de los jinetes. Llegado que hubieron al sitio del combate, sonó detrás de las tiendas de los mantenedores una música extraña y del género oriental, puesto que había venido de Tierra Santa, sirviendo al mismo tiempo de bienvenida y de amenaza a los caballeros recién llegados. Las miradas de la multitud estaban fijas en los cinco, los cuales se acercaron a la plataforma en que estaban las tiendas, y separándose allí, cada uno tocó ligeramente y con el cabo de la lanza el escudo del caballero con el cual quería combatir. Los espectadores de clase inferior y aún muchos de los de más alta jerarquía, incluso algunas damas, se disgustaron notablemente al ver que las armas escogidas por los campeones eran las de la cortesía; porque el mismo interés que en nuestra época excitan las muertes y catástrofes que se representan en las tragedias, inspiraban entonces los torneos y justas; y este interés iba en aumento en razón del peligro que corrían los que en ellas tomaban parte.
Una vez demostradas sus pacíficas intenciones, retiráronse los campeones a la extremidad opuesta, donde se formaron en línea; los mantenedores, capitaneados por Brian de Bois-Guilbert, abandonaron sus respectivos pabellones, montados a caballo; bajaron de la plataforma y cada uno se colocó delante del caballero que había tocado su escudo.
Las trompetas y los clarines dieron la señal, y todos partieron a carrera tendida, siendo tal la superior destreza o la buena fortuna de los mantenedores, que los contrarios de Bois-Guilbert, de Malvoisin y de Frente de Buey cayeron al suelo al primer encuentro. El adversario de Grand-Mesnil, en vez de dirigir el golpe al crestón o al broquel de su enemigo, se separó en tales términos de esta dirección que rompió la lanza hiriéndole de refilón el cuerpo de la armadura; circunstancia más deshonrosa que la de caer al suelo desmontado, porque esto podía ser un accidente inevitable, mientras que aquello suponía falta de destreza y de conocimiento del arma y del caballo. Únicamente el quinto logró sostener el honor de su cuadrilla, haciendo frente al caballero de San Juan de Jerusalén, con quien rompió tres lanzas, sin que ni uno ni otro ganase ventaja considerable.
Las aclamaciones de la muchedumbre y las trompetas de los heraldos anunciaron el triunfo de los vencedores y la derrota de los vencidos. Los primeros se retiraron a sus pabellones, y los segundos, levantándose del suelo como pudieron, abandonaron confusos y avergonzados la palestra, y fueron a tratar con los vencedores acerca del rescate de las armas y caballos que, según las leyes del torneo, les correspondían. El quinto fue el que más tardó en abandonar el lugar del combate, del que se retiró después de haber recibido los vítores de los espectadores, para mayor bochorno de sus compañeros. (…)”




(Ivanhoe, Walter Scott, capítulo VIII, pág. 79 – 80)