miércoles, 26 de agosto de 2009




Podemos leer, en una célebre novela de caballería escrita en el siglo XIX, los siguientes fragmentos, que describen un torneo medieval:




“Magnífico era el aspecto que la palestra ofrecía en aquel momento; las galerías estaban ocupadas por las familias más ricas, más nobles y más poderosas, y por las damas más bellas del norte y del centro de Inglaterra. El contraste de las galas de estos ilustres espectadores presentaba un conjunto tan alegre como espléndido. El espacio interior y más bajo, ocupado por labradores ricos y de honrados pueblerinos, que vestían con más sencillez, formaba una especie de guarnición de colores opacos alrededor de aquel círculo brillante, realzando su lucimiento y esplendor.
Los heraldos habían terminado su proclamación con el acostumbrado grito: `¡Largueza, largueza, valientes caballeros!´; y al punto se desprendió de las galerías una lluvia de monedas de oro y plata, porque según los usos de aquellos tiempos, era gala entre los caballeros mostrarse generosos y liberales con aquellos empleados, que al mismo tiempo eran los secretarios y los cronistas del honor.
Esta prodigalidad fue contestada por los heraldos con aclamaciones: `¡Amor a las damas, honor a los generosos, gloria a los valientes!´; a los cuales se unieron los aplausos de la muchedumbre y los ecos de los instrumentos musicales.
Terminado que hubo este ruido, se retiraron los heraldos del palenque en alegre y vistosa procesión, y sólo quedaron en él los maestres de campo armados de punta en blanco y a caballo, inmóviles como estatuas y situados en los puntos extremos de la palestra. Al mismo tiempo, el espacio de la extremidad del norte, aunque ancho, estaba por completo ocupado por los caballeros que deseaban medir sus fuerzas con los mantenedores; y vistos desde las galerías, parecían un mar de ondeantes plumas, refulgentes yelmos, altas lanzas con brillantes pendones, los cuales, impulsados por el viento, unían su trémula agitación a la de los penachos, formando una escena animadísima y lucida.
Las barreras fueron por fin abiertas, y los cinco caballeros a quienes había caído en suerte entraron lentamente en la plaza. Abría la marcha uno, y los demás lo seguían de dos en dos. Todos ellos estaban magníficamente armados (…)”




(Ivanhoe, Walter Scott, capítulo VIII, pág. 77 – 78)





“(…) los campeones hicieron por fin su entrada en la palestra, refrenando a sus briosos caballos, obligándolos a moverse pausada y graciosamente y ostentando así la destreza de los jinetes. Llegado que hubieron al sitio del combate, sonó detrás de las tiendas de los mantenedores una música extraña y del género oriental, puesto que había venido de Tierra Santa, sirviendo al mismo tiempo de bienvenida y de amenaza a los caballeros recién llegados. Las miradas de la multitud estaban fijas en los cinco, los cuales se acercaron a la plataforma en que estaban las tiendas, y separándose allí, cada uno tocó ligeramente y con el cabo de la lanza el escudo del caballero con el cual quería combatir. Los espectadores de clase inferior y aún muchos de los de más alta jerarquía, incluso algunas damas, se disgustaron notablemente al ver que las armas escogidas por los campeones eran las de la cortesía; porque el mismo interés que en nuestra época excitan las muertes y catástrofes que se representan en las tragedias, inspiraban entonces los torneos y justas; y este interés iba en aumento en razón del peligro que corrían los que en ellas tomaban parte.
Una vez demostradas sus pacíficas intenciones, retiráronse los campeones a la extremidad opuesta, donde se formaron en línea; los mantenedores, capitaneados por Brian de Bois-Guilbert, abandonaron sus respectivos pabellones, montados a caballo; bajaron de la plataforma y cada uno se colocó delante del caballero que había tocado su escudo.
Las trompetas y los clarines dieron la señal, y todos partieron a carrera tendida, siendo tal la superior destreza o la buena fortuna de los mantenedores, que los contrarios de Bois-Guilbert, de Malvoisin y de Frente de Buey cayeron al suelo al primer encuentro. El adversario de Grand-Mesnil, en vez de dirigir el golpe al crestón o al broquel de su enemigo, se separó en tales términos de esta dirección que rompió la lanza hiriéndole de refilón el cuerpo de la armadura; circunstancia más deshonrosa que la de caer al suelo desmontado, porque esto podía ser un accidente inevitable, mientras que aquello suponía falta de destreza y de conocimiento del arma y del caballo. Únicamente el quinto logró sostener el honor de su cuadrilla, haciendo frente al caballero de San Juan de Jerusalén, con quien rompió tres lanzas, sin que ni uno ni otro ganase ventaja considerable.
Las aclamaciones de la muchedumbre y las trompetas de los heraldos anunciaron el triunfo de los vencedores y la derrota de los vencidos. Los primeros se retiraron a sus pabellones, y los segundos, levantándose del suelo como pudieron, abandonaron confusos y avergonzados la palestra, y fueron a tratar con los vencedores acerca del rescate de las armas y caballos que, según las leyes del torneo, les correspondían. El quinto fue el que más tardó en abandonar el lugar del combate, del que se retiró después de haber recibido los vítores de los espectadores, para mayor bochorno de sus compañeros. (…)”




(Ivanhoe, Walter Scott, capítulo VIII, pág. 79 – 80)
















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