domingo, 6 de septiembre de 2009

A continuación, un extracto de la obra "Guillermo el Mariscal" de Georges Duby, en la que se ocupa de este famoso personaje medieval, absolutamente histórico, y sin embargo, legendario, ejemplo y espejo de caballeros durante mucho tiempo. En este fragmento, Duby nos instruye sobre esa ética de los caballeros, en la que la valentía y otros valores ocupaban un lugar predominante.




Al rondar los treinta se sintió [Guillermo] plenamente dueño de si mismo por primera vez (…) ¿Cómo iba a comportarse? (…)
Su función, su deber hacia sí mismo, hacia el señor a quien servía y hacia todos los hombres de la “familia” consistía (…) en “conquistar el premio” –entendamos, la fama del valor- y el honor. Aumentar ese honor, o en todo caso no ahorrar nada para impedir que ese honor se debilitara, para evitar ser avergonzado. La vergüenza, los hombres de este medio temían en primer lugar que les viniera por los desbordamientos de las mujeres, las de su próxima parentela y de la suya, sobre todo, de su esposa. (…)
(…) el Mariscal y sus camaradas eran solteros. Corrían menos riesgos. Todo su ardor se volcaba en cumplir lo mejor posible las obligaciones de la caballería, en respetar las reglas de una moral inculcada durante la adolescencia y que mantenían presente en su espíritu todos los relatos y todas las canciones que escuchaban. Las obligaciones principales de esta ética eran de tres clases.
La fidelidad, en primer lugar. Cumplir la palabra, no traicionar la fe jurada. Esta exigencia se encontraba dosificada en función de un encuadramiento estrictamente jerarquizado. El caballero se situaba en el centro de varios conjuntos encajados, cuya cohesión era mantenida por su lealtad. Debía ser leal a los constituyentes de todos estos conjuntos. Pero, ante las demandas contradictorias, tenía que ser fiel en primer lugar a sus más próximos, y primero a aquel que era la cabeza del cuerpo inicial; los amigos más lejanos aparecen después, la fe que se les debe era dúctil, se doblegaba, pero sin por ello romperse, ante las más firmes. Si era para servir al jefe de la casa, el señor directo, faltar a las otras amistades no era una falta.
El segundo deber de los hombres de guerra era actuar como hombres de “pro”: la proeza –combatir e intentar vencer pero conforme a ciertas leyes-. El caballero no lucha con los villanos. En 1197, en un momento de la dura guerra que mantenían los anglo – normandos contra el rey de Francia, Guillermo se lo indicó un día al conde Balduino de Flandes. Seguido por la tropa de sus comunes, este proponía formar como un cercado, unas “lizas”, con los carros de los hombres del común. Los caballeros esperarían allí, al abrigo, el asalto de los adversarios. El Mariscal se enfrentó a esta propuesta: que, al contrario, se dispongan los carros ante la plaza sitiada a fin de impedir a los peones de enfrente que intervengan; los villanos frente a los villanos. Pero para los hombres cuya función y cuyo honor está en manejar las armas, ninguna fortaleza. Se enfrentarán al adversario sin “raposear” (preocupados de no comportarse como “raposos”, como zorros, sino como leones), en pleno campo, prohibiéndose toda emboscada, alineados en batalla, al descubierto. El valiente no busca otra protección que la destreza de su caballo de batalla, la calidad de su armadura y la devoción de los camaradas de su rango cuya amistad le flanquea. El honor le obliga a parecer intrépido, hasta la locura. Por esta temeridad le reprendieron fraternalmente los compañeros de Guillermo ante los muros de Montmirail, durante las guerras del Maine: abusaba de ella. Por encima del foso horadado en la roca, defendiendo el refugio que había que forzar, se había tendido un solo puente de doble vertiente, estrecho, sin barandillas. En la cima estaban diez enemigos, entre ellos un jinete, armados con chuzos. El Mariscal lanzó al galope su a montura contra el obstáculo y chocó contra él, por sí mismo el caballo dio la media vuelta; si se hubiese desviado dos dedos, aquel que llevaba encima se habría precipitado en el abismo. De tal imprudencia el Mariscal se vanagloriaba más tarde. Cuando enseñaba a Enrique el Joven, lo impulsaba a conducirse de modo semejante, sin mirar el peligro, presto a lanzarse él mismo en auxilio de su pupilo para sacarlo de un paso demasiado malo, apropiándose entonces de la gloria.

(…) la tercera de las virtudes necesarias: la liberalidad. Esta es la que verdaderamente hace al gentilhombre, la que establece la distinción social. La biografía [de Guillermo el Mariscal] lo dice claramente: “gentileza (es decir nobleza) se alimenta en la morada de la largueza”. El caballero no debe guardar nada en sus manos. Todo lo que le llega, lo da. De su generosidad extrae su fuerza, y lo esencial de su poder; en cualquier caso, toda su fama y la cálida amistad que lo rodea. El único elogio que al Mariscal le gustaba oír de su padre era que había repartido con abundancia las riquezas, y era sin duda, en primer lugar, por su liberalidad, por no saber retener nada, por el derroche del que era la fuente desbordante, distribuyendo todo su haber para regocijar a aquellos que amaba, como el héroe de la canción quería verse admirado a sí mismo.
Pero es en este núcleo de sus armazones donde se ve a la moral caballeresca chocar contra la realidad. Se había originado en un tiempo en que las piezas de plata circulaban poco, en que el don y el contradon arrastraban casi todo lo que, en el movimiento de la riqueza, no procedía de la herencia. Pero, durante el brusco crecimiento del último cuarto del siglo XII, la invasión de la moneda vino a removerlo todo. Resulta evidente a los menos perspicaces que los jefes de los Estados renacientes “ungen las palabras”, llevan su juego tanto mediante el dinero como por las armas; gracias al dinero el rey Enrique II pudo separar a los barones de Francia de su heredero rebelde, y gracias al dinero Felipe Augusto ganó más tarde el apoyo de la curia pontificia. Este poder nuevo de los dineros desmoraliza. En efecto, la moneda, lo mismo que parapetarse detrás de las empalizadas, es un asunto de villanos, despreciable. Los villanos, los burgueses, no la dan; la aman demasiado; la acumulan; la hacen fructificar, la prestan con usura. (…) En tanto que el caballero, según la moral de su estado, no la toca sino con repugnancia y para dispersarla inmediatamente en la fiesta. Pero el caballero está obligado a servirse de ella para los asuntos serios, y cada vez más. Todo cuesta. Es el caso del equipamiento indispensable para las gentes de guerra, y que se gasta rápidamente; sobre todo los buenos caballos de los que depende la proeza y que se revientan bajo sus jinetes. Cada escuadrón de caballeros andantes está, en consecuencia, envuelto por una nube de traficantes afanosos que lo siguen, que lo preceden, lo esperan, se unen a él en los descansos, se aglomeran desde el momento en que una gran acción está a la vista. Abren sus fardos, sacan las muestras, tientan. Consiguen todo, pero piden el precio. Nadie puede perseguir la gloria y el honor sin lanzar al voleo los dineros, y no sólo por su único placer.



GUILLERMO EL MARISCAL
Georges Duby
Alianza Editorial
Madrid, 1997

1 comentario:

  1. En mi opinión la figura ideológica de caballero medieval no ha muerto en ningún momento, pero no podrá ser asumida ni entendida por todos, sería caer en la utopía. Pero la necesidad de su existencia hoy día es mayor que nunca. Por lo tanto coincido con usted en tal extremo y le felicito por su blog.

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